El plagio y la intertextualidad

Desde que comencé mi formación de estudiante en literatura y, particularmente, desde mi decisión de escribir una tesis relativa a la tragedia griega, me topo con más frecuencia a lo que se define como intertextualidad, que para ahorrarme latosas definiciones, definiré como “biblioteca murmurante” a propósito de unas palabras de Umberto Eco en El nombre de la rosa: “Hasta entonces había pensado que cada libro hablaba de cosa humanas o divinas (…)Ahora bien, me daba cuenta de que no era raro que los libros hablaran de libros, dicho de otro modo, que hablaran entre ellos”. 

Los libros se refieren entre sí tan comúnmente como se cantan los chincoles en la ciudad, muy a pesar de la autenticidad u originalidad que uno esperaría de una novela. Por ejemplo, esta entrada ya refirió a un escrito para poder explicar una noción medular en la larga disonancia que debería, por obligación como estudiante y presumible aprehensor de las normas académicas, de tener este texto; y de forma mucho más sutil han utilizado diversos autores palabras de antecesores para explicar sus propios fenómenos narrativos. 

Las palabras de Eco tienen sentido entonces: si uno pusiera la Orestíada de Esquilo y a Electra de Eurípides, e incluso al Orestes que ya se trabajó en este blog, pudiera uno imaginarse como discuten entre sí sobre el mismo hecho mitológico que les da origen. Tanto Esquilo y Eurípides conversan entre sí como también conversan con el mito. Entonces, ¿qué tan seguido ocurre este diálogo inter-literario? ¿Extingue esto la noción de autonomía?


Por supuesto que al hablar de un libro refiriéndose a otro fácilmente se puede llegar a la idea del plagio -problema para la noción de autonomía-, porque la referencia de un autor a otro puede ser tan silenciosa como sobre entendida para los intelectuales. Por ejemplo, para un fanático de Dragon Ball el encuentro primerizo con el Sun Wukong de la mitología china podría suscitar preguntas escandalosas: ¿copió Akira Toriyama la narrativa de un personaje tan remoto para el lector occidental, y el desconocimiento de dicha cultura por parte del susodicho lector ayudó a la popularización de este manga japonés? 

E incluso, adentrándose más en el fenómeno manga, siendo Dragon Ball una de las historias del viaje del héroe más conocidas, fácilmente un lector podría afirmar que los mangas posteriores poseedores de dicha temática son una copia del genio de Akira Toriyama. ¿Entonces los mangas posteriores a Dragon Ball son “il plagio di plagio”? ¿Cuál es la obra original, el comienzo de los viajes del héroe en la literatura, el mito chino, o incluso la obra inaugural de un género de lecturas adolescentes shonen en la cual se enmarca Dragon Ball?

Considerando la variedad de versiones sobre el mismo mito que existen en el drama griego, bien se podría suponer que para los antiguos no suponía el mismo problema que es para los “actuales”. Como muestra del común del diálogo entre textos, basta revisar la escena en la cual Electra reconoce a su hermano Orestes, aunque similar en ambas, la referencia que Eurípides hace a Esquilo no pasa en absoluto inadvertida. En Coéforas de Esquilo, la ofrenda que deja Orestes (uno de sus cabellos) en la tumba de Agamenón, su padre, es vital para, según su discurso, pensar en el posible retorno de su hermano:

“Electra: Pero es que puede verse con facilidad que éste es muy semejante (..) en aspecto a la mía. (…)  Hay un segundo testimonio: huellas de pies iguales y comparables a los míos. En efecto, aquí hay dos pares de huellas, las suyas (…), los talones y las señales de los tendones, al ser medidas coinciden con las mías”.

La versión de Eurípides, entre tanto, rescata esta escena narrada por Esquilo para disponerla en su obra, sólo que… con un dejo de ironía:

 “Electra: Anciano, no hablas como corresponde a un hombre sensato, (…) ¿cómo pueden corresponder el pelo de un hombre noble, cuidado para las palestras, y el de una mujer, acostumbrado a los peines? Es imposible. Además encontrarás que muchos tienen semejante el pelo y sin embargo no han nacido de la misma sangre. / Anciano: Entonces ve a ponerte en sus huellas, hija, y mira si la pisada de su bota se corresponde con tu pie. / Electra: ¿Cómo puede quedar en suelo duro la impronta de los pies? Pero aún si esto fuera posible, no podría ser igual el pie de dos hermanos varón y mujer. El varón es más robusto”.

La autonomía, pese a que se situasen en el mismo hecho mitológico, no parece ser clave en este período antiguo. Por tanto, es probable que la noción que tengamos hoy en día sobre el deber-ser de un texto, es decir, no plagiario y fruto completamente del genio del autor, se haya originado en algún momento después que los clásicos. 

¡Entonces, en algún momento los textos dejaron de rescatar ideas de otros! Pues, no. En Sobre el plagio de Murel Indart está largamente dispuesta una serie de ejemplos de plagios de lo más intencionados a lo largo de la historia. Lo único que ha cambiado con el tiempo es la consolidación de un modelo mercantilista que plantea al texto como una propiedad privada (también llamada intelectual) y refuerza la figura del autor frente a su autoría, cuestión que condena este préstamo. 

Si bien el étimo de plagio puede ser leído como o un latinismo o un préstamo griego -sobre entendiendo que a la larga lo latino es un préstamo griego-evidenciando la longevidad del término, el sentido de dicha palabra hoy en día, “acción y efecto de copiar obras ajenas”, con las respectivas sanciones que esto amerita, es una cuestión moderna. Entonces el lector actual, que se ha criado dentro de una tradición que ve el préstamo como un robo y espera el intachable cumplimiento del deber-ser, ignora que la literatura históricamente ha sido construida a través de intertextualidad.

Pero la noción de intertextualidad es tardía versus la etimología del término plagio. Se podría hacer una línea de tiempo comenzando con Bajtín y el dialogismo de la palabra que, inevitablemente, hallara su puerto en la noción de intertextualidad de Kristeva, ambos estudios vigesimónicos, cuestión que complica la afirmación final del párrafo anterior pues, si la literatura ha sido erigida a base de diálogo entre sí misma, alguien, por mera cuestión de posibilidades, tendría que haber llegado a una conclusión similar antes de la proliferación de estos estudios. 

¿Cómo era la literatura antes de que supiéramos que la lengua era un sistema de citas, de diálogo, de intertextualidad? Para Aristóteles en la Poética el fin del arte es la mímesis de la naturaleza; en la tragedia, esto se representa a través de la imitación de las acciones de los hombres “virtuosos”. Los romanos “imitaban” las obras de los grandes clásicos y bebían y re-bebían de la tradición de los helenos, luego, más tarde aún, en el “neo-clasicismo” se renovaron (¿o imitaron?) estas mismas estéticas grecorromanas, “and so on, and so on” como diría Zizek. 

La literatura se ha alimentado de sí misma, e incluso, según Indart, el mismo acto de plagiar exactamente lo dispuesto en otro texto podía ser un acto de buen gusto, tal y como lo pensaban los romanos, pues los miembros de una misma tradición podían entender la referencialidad como un acto de intelectualidad y de una gran enciclopedia. Presumiblemente Séneca al escribir Fedra entendía que sus lectores habían bebido de la tradición griega tanto como él y entendían el diálogo de su versión con Eurípides. Así mismo Racine. Así mismo Unamuno. And so on, and so on…

Entonces, es posible afirmar que hay un cambio en el como se lee una obra, es decir, el texto escrito que ya ha sido leído y, valga la redundancia, formulada una lectura, que ha mutado con el tiempo precisamente por como ha cambiado la noción de plagio. Este acto, el de tomar palabras ajenas y tejerlas, o más bien coserlas, en un tejido textual propio, siempre ha sido considerado merecedor de medidas punitivas, -que antes de la propiedad intelectual no existían- pero la situación como tal se daba, o bien se percataba del acto o no, y de hacerlo bien podía ser un recurso estilístico tal como se mencionó el párrafo anterior; un acto placentero para el que plagia o un recurso “de inspiración” ante la fragilidad y volatibilidad de la originalidad. 

Ahora, luego de la propiedad intelectual, se separa al “plagio” de la “inspiración y referencia” que vendría a ser la intertextualidad, pero los conceptos están tan íntimamente ligados, como siameses, que es difícil desprenderlos por completo, y cualquier tendón reminiscente que se halle puede suscitar escándalo más por miedo al acto delictivo del plagio que como huella de un diálogo literario. 

La propiedad de intelectual, vástago perfecto del mercantilismo que sacraliza al autor, aunque este pueda ser un plagiario perfecto que ha sabido como borrar sus huellas, y a su monopolio, han hecho imperar la necesidad de originalidad y, por tanto, afectando a como el autor escribe y a como el lector lee. La esencia entonces cambia: la obra queda huérfana y aislada y se espera de ella que construya un mundo, desprovista de las herramientas que le otorgaba el entorno de la cual ha sido aislada. La falsa promesa de la originalidad no es sino la eterna muerte del autor, o tal vez una suerte de “cancelación”, para el desilusionado lector. Paradójica cosa: la intertextualidad plantea tanta relevancia para el espiral retroalimentado de la literatura que reduce al autor a un mero reproductor performático del gesto escritural de algo que ya se escribió, pero la noción contraria, el deseo irresoluto de originalidad y sacralización del autor, tiene como camino natural la misma reducción del autor, no por el tamaño de su gesto escritural, sino precisamente por el cómo lee el lector, las expectativas de éste y las posibles desilusiones ante el elefante de la habitación: la originalidad es un unicornio, un ser mágico, uno que Silvio perdió, y tal vez cuántos más nunca lo encontraron.


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